El filo del cuchillo brillaba en mis manos. Protegida por unos gruesos guantes amarillos y un delantal manchado, muerdo mi labio inferior esperando sentir el placer de la carne desgarrándose bajo mis dedos.
Me concentro en cada corte, evitando que las salpicaduras de sangre tocaran la piel blanquecina de mi rostro.
Separo cada trozo del enrojecido cuerpo, poco a poco voy creando montones, separando los órganos, tirando los deshechos, rompiendo los huesos.
Cansada, descanso mis hábiles brazos por un momento, para volver a fundirme en la tarea de destrozar los cadáveres que descansan en un letargo infinito en la cámara frigorífica de detrás de mí.
-Perdone.
Una voz afeminada hace que desvíe mi vista, dejo el cuchillo hincado en una pierna.
-¿Podría ponerme la pierna de cordero troceada?.
-Claro. Para eso soy carnicera.
Vuelvo a hundir mi cuchillo.