Apenas había dormido, las ojeras se disimulaban con el maquillaje pero el cansancio no se esconde debajo de su falsa sonrisa de resignación. Su vida se ha convertido en un bucle de soledad. Sola, repite su cabeza cuando el silencio y la oscuridad reinan en su habitación.
Es temprano, el camino al trabajo a esas horas le da dolor de cabeza, siempre se cruza con las mismas personas, la anciana del segundo que sube con su caniche, el perro le saluda con un bufido, la anciana ni eso. El joven que reparte los periódicos, la mujer que limpia la escalera 13, la universitaria cargada con un libro cuya portada exclama “¡derecho del trabajo!”, es una joven con signo de exclamación en su vida, quizás por eso en lugar de saludar con un gesto como hace ella le grita un “hola” de manera agresiva.
Esa mañana las cosas cambiarían sin saberlo, el ascensor llega a su piso con un estruendo sospechoso provocado por el rechinar de su antiguo mecanismo, dentro hay un hombre de espesa barba que le sonríe con amabilidad.
-¿Una mala noche?- le pregunta, con tono armónico mientras le sostiene la puerta con gentileza.
-¿Tanto se nota? Bueno sí, estoy horrible.- le contesta, arreglándose el pelo delante del espejo que domina el pequeño cubículo.
-¡No! si tú estás muy bien.
El espacio parece cerrarse, el aire se vuelve más dulce y sin saber cómo cierra los ojos y roza los labios del hombre que ahora le agarra por la cintura.
El ascensor queda parado un segundo, para luego caer brutalmente contra el suelo, las roídas cuerdas desgastadas por los años han cedido… pero caen sumidos en un beso. Un beso eterno.